sábado, 5 de marzo de 2016

Cien vacas volando

          Don Dios, así lo llamaban sus hijos, a escondidas, se levantó como todos los días mientras su prole y su mujer todavía dormían. Limpió su cuerpo con el agua almacenada en el tonel y mientras se afeitaba la barba crecida, del día anterior, recordó los despertares en la casa paterna dejada veinte años atrás: el calor de los animales que se elevaba desde la planta inferior y se colaba por las hendiduras de los tablones que les servían de piso, el resplandor de la nieve que cubría la ladera de la montaña y se extendía cuesta abajo, hasta el valle. ¿Qué sabrán estos hijos del sacrificio? Ahí dormidos, como zánganos esperando la época de copulación. Se terminó de poner la camisa, de atarse el pañuelo y acomodarse la boina. Dejó a su esposa dormir, en meses nacería su octavo hijo.
          No sintió remordimientos cuando les retorció, a cinco de sus hijos, el dedo gordo del pie para que se levantaran. Había que ordeñar las vacas, controlar las malezas, mover el ganado, además de asistir a clases. Una cosa no quita la otra. Él no era un hombre inculto, disfrutaba de la lectura de los clásicos y los domingos tocaba el violín.
         Se fue derecho hacia los establos, a zancadas fuertes. Los peones ya lo esperaban con las bateas donde caería la leche que exprimirían de las ubres. Fue el primero, antes de que la espuma desaparezca, en meter un vaso para beber ese líquido nutritivo. Que los hará crecer robustos y que no al cuete lo creo Dios. Luego todos bebieron sin chistar, aunque algunos hubieran preferido unos mates y otros un vasito de grapa para alejar al frío.
        Esa mañana los cinco hijos se quedaron sin la leche. De acuerdo a la reglas de Don Dios el que no llegaba en hora se perdía el desayuno, el almuerzo, la merienda o lo que fuera. Y el que no está de acuerdo se va. Esto dicho sin golpear la mesa, porque Don Dios nunca gritaba y menos aún  insultaba. Sus sentencias parecían salir de una cueva profunda en la que habitaba un ogro gigante, semejante al del cuento que les narraba su madre. Si hasta se les llegó a helar la sangre. Otras veces aquellas parecían ser dichas desde lo alto del Sinaí. Si hasta Cayetano, con sus cuatro años, juró haber visto un relámpago saliendo por detrás de la cabeza de su padre. 
        Sí, esa mañana no bebieron su leche, pero no pasaron hambre pues, a escondida de don Juan Miguel –ese era el nombre de Don Dios–, los peones les ofrecieron unos mates y la madre les alcanzó unos panes con manteca. 
        Don Dios se sintió satisfecho cuando al mediodía les avisó que se prepararan para ir a la escuela. Sus hijos hacían sus tareas sin señales de cansancio ni hambre. Al final saldrán buenos.
        —Hoy los llevo yo. 
        Los muchachitos se miraron de reojo, les esperaba un viaje con las enseñanzas de su padre. 
        — ¿Ven todo esto?
         Y los cinco giraron ojos y cabezas. Don Dios les habló sentado al pescante de la carreta que él mismo conducía. Ellos se sabían la historia de pe a pa, pero cada tanto asentían con la cabeza para que su padre no sintiera que le hablaba al aire.
         — ¿Padre, cuándo me dejará conducir a mí? —preguntó José, uno de los mellizos.
         —Cuando tengas tus propias tierras —sentenció Don Dios. 
         —Usted sabe que quiero volar.
         — Lo que me faltaba. Tener un hijo con cerebro de paloma.
         —En todo caso de cóndor. 
          Don Dios dijo algo, pero ellos no entendieron porque, además de decirlo entre dientes, lo hizo en euskera. La vida misma te bajará esa idea de un hondazo. Los cinco miraron a su padre y por la cara roja comprendieron que mejor era cerrar la boca. Pues en boca cerrada no entran moscas. 
         En los años siguientes Don Dios repitió hasta el cansancio la palabra: NO. Nunca supo si fue porque hasta él mismo se había hartado de escucharse repetir lo mismo o si era por que los tiempos habían cambiado. A uno ni se le ocurría insistir, no era no. O tal vez era porque esas tierras verdes de pastos tan tiernos le había dado un hijo sin fuerzas para el trabajo de campo o tal vez fue su culpa por hablarle tanto de su pueblo vasco. Es que el muchacho voló lejos con la imaginación. 
        Lo cierto es que José, el abuelo de Gabriela, logró su sueño. En su Curtiss sobrevoló mares, montañas, monasterios y ciudades. Si hasta tuvo un accidente con el biplano del que salió caminando con tan solo un raspón. Don Dios nunca se acercó a mirar ese aparato volador. Le alcanzaba con escucharlo desde lejos cuando su hijo regresaba a visitarlos, entonces en su cabeza sacaba cuentas. Ahí vienen cien vacas volando, decía alto y claro para que todos escucharan. Y entraba a buscar a su esposa para que saliera a recibir a su hijo José.

jueves, 31 de diciembre de 2015

Otro año nuevo!

Brindo por lo que dejamos atrás, por lo que vivimos en este instante y por lo que vendrá... 


miércoles, 14 de octubre de 2015

Lo que puede ocurrir en un campo de maíz silvestre


        Mujer asesinada en la chacra de los Romay, decía el titular en la primera hoja del diario. Un escozor involuntario me subió por la columna, pues era la tercera víctima hallada en lo que iba del mes. La noticia, igual que las otras, abundaba en detalles. Mujeres jóvenes, con la ropas deshechas, con laceraciones profundas y alargadas, con los miembros descuartizados siempre en el mismo lugar, a la misma altura, pero no en las coyunturas de las articulaciones como lo hubiera realizado un sabedor del tema (un carnicero o un cirujano) sino por lo más grueso de los brazos y las piernas. Prendí el plasma y mientras escuchaba el noticiero vespertino, me fui a duchar. 
—"Los investigadores están desconcertados y las pruebas de la última autopsia indican las mismas características que la anterior. Se desconoce el arma homicida, al parecer es un objeto filoso de cuatro puntas. Pueden ver los gestos horrorizados de los vecinos. Disculpe señor. ¿Usted conocía a la víctima? 
—No, pero fui yo quien la encontró.
 — ¿Me podría decir el lugar exacto donde la halló muerta?
—Ahicito nomá, entre el maizal.
— ¿Cerca del camino?
—A metros, por donde cercó la policía, enfilando pa' estos lados. Segurito que buscaba salir al camino, pero no llegó...
— ¿Usted cree? ¿Por qué lo dice?
—Por como estaba... como potranca asustada, el cuello alargado y la boca desencajada.
—Gracias. ¡Inspector, inspector! ¿Podría hablar un minuto con usted?
—No.
—Es sólo una pregunta, ¿encontraron algo más?
—No.
       — Es evidente que el inspector está ocultando algo. ¿Se dieron cuenta que casi me empuja? Sí, Santos, te escucho.
—Marcela,  averiguá si tienen miedo.
—Sí, Santos. Disculpe señora, ¿estos asesinatos, le provocan miedo?
—Y, sí, a una se le ponen los pelos de punta; encima el Ramón dice que el maizal estaba aplastado como si le hubiera pasado un arado, pero de eso no hay ni una sola huella. 
— ¿De algún otro tipo? ¿Botas, zapatillas? ¿De algún animal?
—El Ramón dijo que vio una grande...
— ¿Ramón es quien la encontró?
—Sí, señora, usté recién habló con él. 
— ¿Una huella grande, de qué?
—De un animal, pero no sabe de cual porque por aquí solamente hay vacas, caballos, perros, gatos y chanchos.
— ¿Usted que cree?
—No sé.
— ¿Y usted señor?
— ¿Yo?, creo que el Ramón se tomó unos tragos de más, ¡dónde se vio una huella de tal tamaño!
—Sí, ¡dicen que es enorme!
— ¡Y que es muy extraña!
—A mí me dijeron que nunca se vio algo así.
— ¿Están seguros? Hasta ahora no se ha dicho nada de esto...
— ¡¡Sí, sí!! ¡Nosotros no mentimos! ¡Somos gente de campo! ¡Es la verdad pregúntele a Ramón! 
—Santos, así están las cosas. Como puede ver se han enojado. Tal vez sea el miedo, el desconcierto o la incertidumbre. Hasta ahora no se había hablado de esto. ¿Será cierto? Y si es así, ¿por qué no salió a la luz antes? La historia parece increíble, pero la reticencia del inspector da qué pensar.   Santos, nosotros nos quedamos por acá a ver si podemos hablar con Ramón, testigo clave de esta historia extraña y escalofriante. ¿Estaremos enfrente de un fenómeno insólito y anormal?..."
Las piernas me ardieron al secarme, y las miré; todavía estaban frescas las heridas. No recordaba con qué me las había hecho; parecían lesiones de ramas, alambres o uñas. No lo podía recordar. Me vestí, me cubrí la cabeza con la gorra y salí a la calle. La ciudad estaba oscura, era día de apagón.


      Caminó por las calles y esperó el micro; viajó sin saber a donde hasta que una sacudida le recordó las heridas en sus piernas. Se bajó en las afueras de un pueblo y se internó en otro sembradío de maíz silvestre. El olor dulzón agudizó sus sentidos, la brisa leve del verano refrescó su piel peluda. Escuchó las risas de unas niñas. Se agazapó. Cantaban: "juguemos en el bosque mientras el lobo no está. ¿Lobo estás?" Las altas varas temblaron y un viento pegajoso las aplastó, rechinaron dientes, crujieron huesos y las voces de las niñas callaron. 
          Previo a que la sangre humedeciera las ropas hechas girones, las niñas vieron una sombra que las rodeó con la lentitud de una respiración. Hubo un segundo de duda, de tensión y con un sonido indescriptible se les abalanzó con rapidez. Esa cosa humana y animal olfateó los cuerpos, tembló, lamió los desgarros  y con una lejana señal de tristeza en sus pupilas enfrentó los rostros muertos de las niñas. Había sido más fácil que las veces anteriores.

jueves, 17 de septiembre de 2015

La parejita

  Sí, señor policía, yo los vi. Llegaron cuando ya había empezado. El parque funcionaba con todas las luces encendidas; los puestos de espuma y de lanza perfume no daban abasto con las reposiciones; los mocosos y los no tanto a grito pelado como siempre para estas fiestas. ¿Que si traía mascarita? No, señor policía, a cara lavada así como la ve. Yo estaba junto a la calesita, esperando a que el desfile de los maricas empezara, pero con la música a todo volumen y los anuncios del altoparlante no escuché nada. Solo sé  lo que le estoy contando. ¿Que por qué presté atención en ellos?  Porque yo les vendí las entradas. Sí, señor policía, en aquel momento mi lugar de trabajo era ese y la chica era tan linda con ese pelo lacio y rubio que el disfraz de princesita le sentaba a las mil maravillas, como la del cuento, ¿me entiende? Ah, sí, tiene razón no estaba disfrazada de princesa, claro por eso el novio estaba de naipe...  era Alicia, la del cuento,  y ahora tiene el pelo embadurnado con espuma y barro... pobrecita... y con esta luz roja... parece que estuviera en el cuarto de un motel... ¿Y si la corremos hacia la luz azul? ¿Que qué más vi? El muchacho-naipe sacudía la hoja de un periódico, yo los dejo por ahí para poder levantar algunas necesidades que la gente hace en lo oscuro... Y sí, así es. Y me di cuenta que él gritaba, por la cara, ¿vio?, los ojos rojos por las luces y la boca verde por las otras y después vi que la agarraba de un brazo justo en el momento en que el altoparlante anunciaba el comienzo del desfile, entonces me distraje mirando y me olvidé de la parejita. Después seguí con lo mío, que era ir a ver el estado de los baños. Sí, están por allá.  Y aquí me la topé, muerta, en un charco de sangre, los ojos abiertos, las manos como si quisieran cerrar el agujero que le hicieron. ¿Que cómo sé qué fueron muchos? No, señor policía, es una forma de decir.
—¿¡¡Qué pasa, Gutiérrez!!?
—¡Mi Inspector, venga a ver. Un muchacho disfrazado de naipe se ahorcó en el baño!
 No, señor policía, de esto no sabía; nunca llegué hasta aquí, ya le dije que ni bien encontré a la muchacha llamé a la policía y me quedé a esperarlos mientras desalojaba el lugar, triste manera de terminar el carnaval.
— Gutiérrez, llame a la morguera y pida que traigan para dos cadáveres. Hay que cercar todo, con cuidado, no sea cosa que se contamine alguna prueba; y que busquen el periódico que mencionó... ¿Cómo me dijo que se llama?... anote, Lopez, el señor Dumitrescu. Bien, señor Dumitrescu, hasta que no se encuentre el arma homicida y el periódico el parque queda cerrado. Ahora hay que esperar al fiscal.

    Y entonces, muchacho, el parque se convirtió en terreno de la justicia, desfilaron: policías, forenses, fiscales y hasta un juez, porque el muchacho-naipe resultó ser el hijo del juez.
Martín Palomino era su gracia y con semejante apellido y por cómo murió, colgado de una viga del baño, imagínese los chistes que se hicieron a soto bocce entre los buitres. ¿Que quiénes son los buitres? Los periodistas amarillistas, muchacho, aves de rapiña. ¿Que los buitres son los abogados?
Sí, muchacho, esos también.
Ella era una señorita de veinte años y él un joven de veinticinco, se los llevaron a las dos horas, dos horas en que tuve que explicar una y otra vez lo visto. Al arma homicida la hallaron camino al baño, una cuchilla de carnicero con mango de madera; hasta el momento no han encontrado huellas digitales y no que creo que encuentren nada porque la sacaron de una cubeta de agua con bloques de hielo, la que está al lado del kiosco de bebidas. ¿Que yo qué creo? Verás, muchacho, para la prensa es más jugosa la historia del hijo asesino de un juez de lo que yo pienso. Pero vayamos por paso, primero hay que analizar el elemento que al parecer lo enfureció: la hoja del periódico; no te olvides que yo lo vi gritarle como un desquiciado mientras  la mantenía en alto, así. Al final la encontraron hecha un bollo apretado, difícil de desplegar, y se la llevaron, había una noticia sobre la chica. ¿Que si yo la leí? No, muchacho, yo escuchaba y observaba. Al parecer estaba comprometida con un médico de estirpe, familia de médicos, de otra ciudad, del interior. Después fue titular de noticias, pero el noviomédico tenía una coartada y según dijo no conocía a Martín Palomino. Se escribió mucho y se habló aún más, pero la pobre chica muerta no se pudo defender de lo que se decía de ella, para colmo de males se agarraron de mi descripción y pasó a ser "Alicia y sus maravillas ocultas"... Puras habladurías, yo la conocí, muchacho, la vi unos minutos y supe por su mirada que era una buena chica; nada de lo que dijeron, aprovechando que estaba muerta y que su familia no era de la clase de sus amantes, era cierto... ¿Que si eran sus amantes? No, muchacho, fue tan sólo un decir.  

Cuento publicado en la Antología Fundacional de ALEPH

viernes, 28 de agosto de 2015

Usurpación

Fotografía Gabriela Romero
 «¡Ey!, acércate», escuchó decir. ¿Yo?, preguntó al tiempo que giraba en busca de algún transeúnte, pero la callejuela estaba desierta. «Sí, tú, acércate», contestó aquella voz tenue, encerrada, engañosa. «Acércate, acércate», repetía; mientras el joven intentaba descubrir, en las altas paredes, alguna silueta tras las ventanas. «Aquí, a tu izquierda» le indicó, y vio el ojo negro de la cerradura. «Sí, acércate». Aquí estoy, dijo apoyando sus labios. La voz le succionó el aliento, le vaporizó la sangre, le licuó la carne, lo capturó. Horrorizado, vio la sombra de la voz que con su alma se escurría por la cerradura. 

sábado, 30 de mayo de 2015

Atrapada

Fotografía de Gabriela Romero
Nunca pude resistirme a una puerta entornada, por eso entré. Debería haber escuchado los latidos de alerta de mi corazón y si no el chirrido anunciante de aquella. Si hubiese sabido que la luz no se filtraba allí, habría retrocedido... 
La escuché olfatearme, salivar. La oscuridad me devoró  como quién disfruta de su cena. Comenzó con mis pies, y ascendió despedazándome como si fuera una fiera y yo una amenaza. Bebió mi sangre, hasta la derramada lamió. Yo... yo la escuchaba masticar, tragar... pero no pude oír su eructo de satisfecha porque en el mismo instante la puerta  se cerró.

sábado, 2 de mayo de 2015

Pareja equivocada

esa hora del mediodía la calle era un caos. Todos, por diferentes razones, la transitaban apurados. Se esquivaban, frenaban, se chocaban. Y desde la esquina de aquella calle avanzaba una mujer; de esas que sus congéneres la consideran linda y los hombres, una amiga. Por el extremo opuesto, y en la misma vereda, se acercaba un hombre, de mediana edad, gris, apagado, solitario. Nunca se hubiesen mirado, ni luego casado, ni tenido hijos si el niño alado, que estaba a mitad de trayecto, en la acera de enfrente, con arco y flecha en las manos, no hubiese errado. 

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